Desde la impresionante torre de vigilancia Ta Dzong hasta puentes colgantes que desafían el vértigo, Bután se muestra al viajero como un territorio donde la espiritualidad impregna cada piedra, cada bosque y cada gesto de sus habitantes. Este es el relato en primera persona de Gracia Martínez, que ha caminado por uno de los últimos reinos budistas del planeta y comparte sus hallazgos para inspirar tus viajes.
Monjes en Bután. © Raul Taciu Recuerdo llegar a Bután después de varios días en Nepal, con el cuerpo aún cansado y el alma expectante. Desde el primer instante en que mis pies tocaron su suelo, sentí que estaba entrando en un sueño. El aire era diferente, más limpio, más denso, como si cada molécula contuviera siglos de calma y sabiduría.
La gente caminaba despacio, sin prisa, con una elegancia natural que no tenía nada que ver con la lentitud, sino con la conciencia de cada paso. Nadie gritaba. Nadie parecía tener apuro. Incluso el policía que ordenaba el tráfico, vestido con su uniforme impecable, parecía más una figura ceremonial que una autoridad necesaria; los coches se detenían con respeto y los peatones cruzaban sin ansiedad.
Esa primera impresión fue un golpe de belleza. Bután parecía un país fuera del tiempo, un lugar donde el ruido del mundo moderno se había quedado atrás, atrapado en otro siglo. Pensé que quizás estaba soñando, que era imposible que existiera un lugar donde la serenidad fuera parte del aire.
Rinpung Dzong, también conocido como Paro Dzong. © Gracia Martínez Primeras impresiones de Paro Mi primera mañana en Paro comenzó con un cielo despejado y un aire frío que olía a tierra húmeda y a bosque de pinos. Las montañas se alzaban en silencio, majestuosas, cubiertas por nubes que se movían como si también meditaran.
Caminé entre los muros del Ta Dzong, una antigua torre de vigilancia que hoy es un museo nacional. Cada piedra parecía haber sido colocada con una intención espiritual, no solo arquitectónica. Al recorrer sus pasillos circulares, las sombras y los ecos se entrelazaban con las historias de los guardianes que un día vigilaron el valle.
Los objetos expuestos –armaduras, estatuas, thangkas, utensilios antiguos– no parecían pertenecer a un museo, sino a un relato vivo. Cada pieza respiraba un pasado que aún no había terminado de contarse. Me quedé largo rato observando una pintura del «Rueda del Samsara», intentando comprender la filosofía que sostiene la vida en este rincón del Himalaya.
Al bajar hacia el Paro Rinpung Dzong , el aire se volvió más cálido y el murmullo del río Paro Chu acompañó mis pasos. El puente de madera en voladizo crujía bajo mis pies, y cada sonido me recordaba que estaba caminando sobre siglos de historia. Las paredes blancas del dzong brillaban al sol y los detalles de madera tallada –dragones, flores, mandalas– parecían susurrar secretos ancestrales.
Todo en Bután estaba impregnado de respeto y armonía. Comprendí por qué lo llaman la tierra de la felicidad. No es una felicidad ruidosa ni exhibida, sino una satisfacción silenciosa, una paz que se cultiva desde dentro.
Puente cubierto de madera que lleva al Punakha Dzong, una fortaleza-monasterio conocida como el «Palacio de la Gran Felicidad”. © Gracia Martínez Camino a Thimphu Durante el trayecto hacia Thimphu, la carretera serpenteaba entre montañas cubiertas de pinos azules y rododendros. Nos detuvimos en el Puente de Hierro de Tamcho , construido en el siglo XV. El metal, ennegrecido por el tiempo, vibraba levemente bajo mis pasos, y al mirar el agua correr bajo mí, sentí que el pasado y el presente se unían en un solo movimiento.
Al llegar a la capital, la serenidad seguía intacta. Aunque era una ciudad, los sonidos eran suaves, casi melódicos. El tráfico se movía con paciencia, los peatones sonreían, y el guía me explicó que en Bután no existen semáforos, solo un policía en una glorieta central que regula el tránsito con movimientos elegantes. «No necesitamos correr más», me dijo. «Aquí, todo se mueve al ritmo de la vida, no de la prisa».
Visité el Memorial Chorten , un monumento dedicado al tercer rey. Los fieles giraban las ruedas de oración en silencio, sus manos curtidas moviéndose con devoción. El aroma del incienso se mezclaba con el aire frío y puro, y el sonido de los mantras flotaba como un eco que limpiaba el alma.
Desde el Buddha Point , la enorme estatua de Buda Dordenma domina el valle. Sus ojos semicerrados miran la ciudad como si la protegieran de las preocupaciones del mundo. Miles de banderas de oración danzan con el viento, enviando plegarias que, según dicen, viajan al cielo con cada soplo. Sentí el budismo no como una religión, sino como una atmósfera, una forma de respirar.
Más tarde, en el Takin Reservation Centre , conocí al takin, el animal nacional. Es una criatura peculiar, mitad cabra, mitad antílope, que según la leyenda fue creada por el «Divino Loco». Su torpeza y su mirada tranquila me arrancaron una sonrisa. Todo en Bután tiene una historia que combina humor y espiritualidad.
Dochula Pass. © Gracia Martínez La confluencia de los ríos sagrados El camino hacia Punakha me regaló una de las vistas más impresionantes del viaje: el Dochula Pass , un paso de montaña con 108 estupas alineadas como guardianes de piedra. Desde allí se ven, en los días claros, las cumbres nevadas del Himalaya. Respiré profundo, y el aire helado llenó mis pulmones de una energía que era a la vez pura y antigua.
El Punakha Dzong , situado en la unión de los ríos Pho Chu (masculino) y Mo Chu (femenino), es una joya arquitectónica. Su estructura de madera y piedra parece flotar sobre el agua. Al cruzar el puente colgante, el rugido del río me envolvió: no era un sonido amenazante, sino una melodía constante, como un canto ancestral. Dentro del dzong, monjes vestidos de rojo recitaban mantras y el sonido de sus voces reverberaba contra las paredes. Sentí que el tiempo se había detenido.
Caminé hasta el templo de Chimi Lhakhang , dedicado al «Divino Loco», un santo irreverente que predicaba a través del humor y los gestos más insólitos. Vi a peregrinos cargando un enorme pene de madera sobre la espalda, símbolo de fertilidad, y no pude evitar reír. En Bután, incluso lo sagrado puede ser divertido. Esa mezcla de misticismo y espontaneidad me pareció profundamente humana.
Punakha Dzong. © Gracia Martínez El ascenso al Nido del Tigre De regreso en Paro, asistí a un campeonato de arco, el deporte nacional. Los hombres apuntaban a blancos diminutos a cientos de metros, y cada acierto era celebrado con cantos y bailes, pero sin euforia desmedida. La victoria no era una demostración de poder, sino de concentración y respeto.
Al día siguiente emprendí la caminata al Paro Taktsang , el famoso Nido del Tigre, monasterio colgado de un acantilado a 3.100 metros de altura. El camino era empinado, bordeado de pinos y banderas de oración que crujían con el viento. El aire olía a tierra húmeda y resina. Cada paso era una meditación, un diálogo entre el esfuerzo y la calma.
Cuando finalmente lo vi aparecer entre las nubes, sentí vértigo y reverencia. El monasterio parecía suspendido en el aire, sostenido por la fe. Entrar en él fue como cruzar un umbral invisible hacia otro estado de conciencia. El sonido de las campanas y los murmullos de los monjes creaban una atmósfera sagrada. Allí comprendí que la espiritualidad no necesita templos inmensos, sino silencio interior.
Monasterio de Paro Taktsang. © Gracia Martínez Sabores de hogar La comida butanesa me sorprendió por su sencillez y fuerza. El ema datshi , plato de queso y chiles, me hizo llorar de picante y felicidad al mismo tiempo. Los sabores eran sinceros, cada bocado sabía a esfuerzo y gratitud.
Las casas, con sus tejados pintados y balcones decorados con patrones florales, parecen salidas de un cuento. No hay ostentación, pero sí un sentido estético profundo. Todo está en armonía con el paisaje: el color de las paredes combina con la tierra, los techos siguen la línea de las montañas, las banderas de oración ponen el toque de movimiento y color.
Impresionantes vistas desde el avión. © Gracia Martínez Una lección de felicidad El último día, al subir al avión, miré por la ventana y vi el Everest emergiendo entre las nubes. Los pasajeros comenzaron a aplaudir, emocionados. Yo guardé silencio, contemplando la inmensidad. Desde esa altura, los bosques de Bután se extendían como un manto verde interminable. Recordé que aquí los animales no son cazados y que el 70% del territorio permanece cubierto por selvas protegidas. En Bután, la ecología no es un discurso: es una manera de vivir.
Volví a sentir la serenidad que me acompañó durante todo el viaje. Bután me enseñó que la felicidad no está en la prisa ni en el ruido, sino en la quietud, en el respeto por el otro, en la belleza de lo simple.
Mientras el avión se alejaba, supe que me llevaba conmigo un pedazo de ese silencio luminoso, una paz que florecería en mi memoria como un mantra secreto, eterno.
Sobre la autora:
Gracia ha vivido un año en Nepal y ha viajado por Bután y el Tíbet. Siguió rutas antiguas y descubrió una cultura distinta, donde la vida y la muerte conviven entre plegarias y montañas. Allí conoció la yarsagumba, un ser mitad hongo, mitad oruga, conocido como el «oro del Himalaya». Es el recurso biológico más caro del mundo. Su búsqueda despierta codicia y obliga a enfrentarse a una naturaleza hostil.
La sombra del yeti recorre esas cumbres a través de la mirada de un niño y su familia. Es un viaje en busca de la yarsagumba, donde la aventura y el mito se entrelazan, y el verdadero tesoro quizá no sea el oro, sino aquello que permanece invisible.
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Himalaya. La sombra del yeti.