Un restaurante aparece mucho y muy fuerte, a la vez, en todas las reseñas. Luego, se desvanece para siempre. Son los enigmas promovidos por los nuevos ‘influencers’ gastronómicos metidos a críticos, que se atreven con todo. Gurús del Omeprazol que, cuando escriben, lo mismo le dan a la autoayuda que a las citas de los griegos, porque todo lo saben y todo lo hacen bien. Menos una cosa.
Crónica humorística de Rafael de Rojas
Ilustración de Inés Arango. La semana del 22 de julio de 2022 concurrió una confluencia planetaria prodigiosa. El Herencias, el Niño Rata, el Negocios y el Maletero, los, como es bien sabido, mejores influencers barra críticos gastronómicos del planeta dieron en visitar un mismo local de hostelería de entre los 277.539 que hay en España. Herencias fue el lunes y le pareció “cocina cargada de verdad” que le traía recuerdos de la infancia (se acordó de la paga de su abuelo), particularmente creyó aspirar “los aromas de una mañana de primavera en la que unos jóvenes idealistas desfilaban con la camisa azul recién bordada por la calle Serrano de Madrid” ; Negocios estuvo el miércoles, y consideró que la “canallita” aceituna de morcilla líquida con fresa llegaba “recién caída del cielo” y estaba pensada para hombres que se visten por los pies; el viernes, el audaz Niño Rata recomendó mudarse de barrio para poder vivir cerca de “los sublimes aromas” de su extractor de humos; y el Maletero, el maestro de todos ellos, sentenció el domingo, justo debajo de las artísticas imágenes movidas de su Instagram, que el nuevo DiverRock sólo era para clientes disciplinados que supieran abstenerse de hacer vulgaridades como perfumarse “para no distorsionar la fase olfativa” (si comes choto, mejor oler a choto) o sacar la cámara “hay que tener un poco de respeto por las temperaturas y entender que esos 15 segundos de tu foto pueden perjudicar el ‘delivery’ del ‘nigiri’”.
Qué movida. Si estos cuatro galácticos han coincidido la misma semana en el mismo restaurante no puede ser casualidad. Tiene que ser porque es el mejor restaurante del mundo en la mejor semana de su trayectoria. Y, claro, hordas de gourmets dominicales rogaron durante las siguientes semanas que les aceptaran una reserva para el día en que se quitaban la corbata. Suplicaron, se hicieron los simpáticos, recitaron su currículo como ante un headhunter . Pero nada, no había mesa, y en el garito hasta fueron entre ligera e intensamente hostiles con ellos. Al New York Times, inexplicablemente, no se le vio por allí, a pesar del derroche de adjetivos de los 4 Fantásticos y los émulos y secuaces que les siguieron y llenaron las redes con una competición a muerte de ditirambos.
Ilustración de Inés Arango. Alma de Amigo Marino (con mayúsculas) Un amigo mío se lo había apuntado, y me llevó unos meses después, cuando, curiosamente fuimos la única mesa que le cayó del cielo a ese restaurante, el mejor del mundo aquella semana del 22 de julio, recordemos. Nos pusieron lo que vienen a ser cuatro anillas de calamar rebozado con un nombre mucho mejor: “Alma de Amigo Marino”, todo en mayúsculas, como se ve, y un precio que hubiera estado más ajustado si nos hubieran servido el bicho entero que se quería comer a los del Nautilus. Las croquetas eran ridículas y, ay, ojalá que me refiriera sólo al tamaño y, en fin, no hallamos cosa en que poner los ojos que no fuera un mal recuerdo de las críticas aquellas. El dueño estaba en la parte de fuera de la barra bebiéndose un vino con el primero que pasó por delante de la puerta con fachaleco y ni olimos sus máximas como del chino de Kung Fu, de las que te arrastran por los pelos hasta un monasterio; esas que se le caían de la boca continuamente ante los cuatro sabios influencers hasta cuando les servía el agua. Desde donde estábamos sólo le oímos decir “¡Ven pacá!” a su hijo mientras le tironeaba del pelazo y le descolocaba, por desgracia, el prodigioso look viaje en el tiempo de niqui con logo de caballito gigante y jersey amarillo atado al cuello, al estilo del malo de Sufre mamón .
Esto no lo han inventado ellos “Mira –me atreví a señalar tímidamente a mi amigo de camino a la farmacia a por unos antiácidos, ya que, de la cuenta que nos habían atizado y que nos había sumido en la melancolía, no nos podía curar ya nadie– qué sé yo, igual es que les pagan. O que les invitan. O que a ellos les sacan otros platos y les ponen otra atención. Y un buen vino. Pero seguramente todo a la vez” . Lo que pasa es que yo no había oído sus podcasts ni leído sus entradas de Instagram, y ya no te digo sus artículos. Allí explican bien claro cómo ellos sólo van con la verdad por delante, igual que los restaurantes que visitan, que son pura verdad. Verdad, verdad, verdad . Es su palabra favorita ¿Cómo va a mentirte alguien que siempre tiene en la boca la palabra verdad? Eso es imposible.
Es verdad que no les leo. Igual por eso les entiendo. Porque sé que todo esto no lo han inventado ellos, que ya estaba y es tan viejo como lo de contar lo que cocinan otros , ni un día más, ni un día menos. Que sólo han cambiado las palabras en francés por otras en inglés. Y la frecuencia para meter todos a la vez un término nuevo, que ahora es el que diga Wallpaper o alguna otra rebuscada revista hecha muy lejos. Antes, a todo el mundo le gustaba conocer al dueño, luego al camarero y hasta se llegó a presumir de saludar al puerta y al cerillero por el nombre de pila. Ahora, lo que sí que ha cambiado, es que el cocinero , al que antes nadie saludaba hasta que se duchaba, ahora es una estrella, y eres tú el que tiene que asentir fuerte mientras él habla y no al revés.
Ilustración de Inés Arango. El ciclo de la vida A ver, te explico el ciclo de la vida, Simba: alguien con mucha pasta come en sitios caros y, como tampoco es que tenga una vida apasionante ni vaya a destacar por nada más, sienta cátedra sobre los sitios que ha probado y lo que ha oído decir por ahí. Hasta aquí lo único que le distingue de otros comensales es la pasta disponible para comer en sitios caros : más pasta, más sitios, más cátedra. Me temo que tampoco es nada nuevo. Antes, los que hacían esto solían tener un nombre precedido de tres palabras: “Señor Conde de” . Ahora, todo ha cambiado muchísimo y puede que sean ricos de su casa sin oficio o puede que salgan directos de un Máster en Papá Más y estén ya de ejecutivos o diplomáticos de 6 cifras en Londres o Nueva York.
Los de antes lo contaban en su salón, donde no entraba chusma sin ser apaleada, mientras sus familiares pensaban, bueno, mejor que le haya dado por esta tontería, más barato que lo de su primo, que ya le ha puesto piso a cuatro queridas. Los de ahora ya no quieren presumir entre sus iguales, ahora hay que ser artista, experto, ‘erudito de’. No basta con que tengas la pasta para comer una y otra vez donde casi nadie puede: ahora, además, lo tienen que ver todos , tienen que salir en sus pantallas convertidos en un intelectual de comer langosta a dos carrillos. Y admirarte por ello. Porque tienen un don. El don de… comer comida cara.
Ilustración de Inés Arango. Memorable, cocina canalla Pero para eso no basta con publicar las fotos en las redes. Cada vez los textos son más largos . La foto es lo de menos. Todo lo que no te hayan contado en una cocina o en una bodega ya lo sacarás de la Wikipedia. Cambiando una palabra aquí y otra allá después del corta-pega, como hacías en el máster, con ese estilo de redacción tan entrañable que uno no veía desde la EGB. Y metiendo muchos ”memorable” , “cocina canalla” , “su mejor momento” , “elaboraciones minuciosas” o lo que le hayas leído a otra de las estrellas esa semana. Y ya no eres influencer , ya eres crítico gastronómico a la violeta. A escribir en revistas. Enhorabuena. Que ningún aguafiestas te explique que, en la historia de la crítica gastronómica , no ha quedado huella de ningún “Señor Duque de” , ubicuos comilones de faisanes y salsas parisinas, pero sí de Pla, Cunqueiro y Camba , que comían donde podían lo mejor que podían, pero que se les daba bien una cosita de nada, que, en fin, a quién le importa: escribir.
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