Decía Pascal que a él todo lo malo que le había pasado en la vida le había ocurrido por salir de casa. Emprender un viaje es un riesgo cierto. Porque te van a pasar cosas que en casa no suceden. Sale uno de su zona de confort para caer de bruces en una cama en la que puede que se te claven los muelles, y cuya almohada no tiene programada la forma de tu cabeza. Por no hablar de que en casi ninguna parte sirven Mahou. Las benditas esperas en los aeropuertos. Todos los viajes tienen un momento malo, ése en el que te toca arrastrar las maletas y te acuerdas del secador de viaje, que ha resultado no ser tan portátil. O ese instante en el que te das cuenta de que te han vuelto a timar o que te van a estafar sin remedio y toda tu presunta astucia viajera queda bastante diluida entre los pliegues de la cara de tonto que se te pone. El viaje es cambio, y mejor hacerse a la idea de que lo primero que va a cambiar de manos es tu dinero. Eso, en un viaje apacible, pero luego están los obstinadamente desastrosos, esos en los que todo parece ir mal desde el principio.
Acumulas retrasos, pérdidas, chichones y picaduras mientras que la chica a la que has dedicado tanto tiempo… a lo mejor ni es una chica. A esas odiseas las hacen buenas los viajes hecatombe, el grado máximo de mal viaje, ésos en los que por un momento estás bastante seguro de que vas a morir o a acabar en la trena.
Pero os voy a contar un secreto: el malo, el terrorífico de verdad es aquél en el que te aburres. En ninguno vas a considerar con tanta fuerza la posibilidad de anularlo todo y volver, en ningún otro te vas a lamentar tanto de no haberte quedado en casa. Porque hasta los viajes más espeluznantes y apocalípticos acaban con un relato entre risas en la barra del bar de abajo.
La finalidad de salir de casa, asumámoslo sin complejos, es contarlo.
Pasó con Ulises y pasa con tu compañera de trabajo enganchada al Instagram. Y ya me dirás tú qué historia le sacas a una semana de cocoloco y tumbona en la que los días se confunden unos con otros.
«Lo mejor del viaje es volver y contarlo». Un «regalo» en la maleta El peor viaje de mi vida bien pudo ser aquél en el que me metieron droga en la maleta. Todo empezó con mal pie cuando decidí colgar las camisas en el hotel de Glasgow al que acababa de llegar. Llevaba yo una maleta maleada y achacosa , castigada a conciencia en medio mundo por el siempre distraído personal de aeropuerto y rematada por mí a menudo, cuando la trataba impropiamente como hubiera podido tratar a una astrosa mochila. Pero le tenía cariño, el tipo de cariño que le coges a una camiseta de los Sex Pistols llena de agujeros. Y algo parecido debieron de sentir los narcotraficantes que la eligieron entre tantas en el aeropuerto de Ámsterdam, donde hizo escala. Los copiosos boquetes la convertían en un blanco fácil, en un objetivo la mar de accesible.
Así que todos esos enganchones y trastazos, todas esas vicisitudes sufridas por mi destartalada maleta en cocotaxis cubanos, rickshaws indios, alsas nacionales y altillos de ex novias desembocaron en mi cara de asombro cuando la abrí en aquel funcional cinco estrellas de Glasgow.
Lo que apareció fue una caja de zapatos, que no era mía, llena de viales con un polvito blanco junto a una carta en árabe y un rosario musulmán.
Lo primero que te pasa por la cabeza en ese momento decisivo, como suele, es una tontería: “¿cómo voy a hacer para volver a España con esto?”. Y lo segundo, otra: “si lo tiro en la papelera del pasillo igual me ve alguien”. A la tercera, te pones más sensato: “ay, omá, ¡estoy muerto! Y si no vienen a matarme tampoco creo que sobreviva mucho en la cárcel”. Con esa templanza es con la que empiezas a afrontarlo y a tomar decisiones. A lo loco. La primera, no salir de la habitación. La segunda, no llamar a nadie. La tercera, que necesitas un cigarrito. Y un vodka.
Tomar decisiones Tras media hora de fatigar la habitación a zancadas te das cuenta de que la puerta, tras la que no dudas que espera agazapado el clan Soprano al completo, te la has dejado abierta. La cierras con un grito y es entonces, con el corazón exóticamente colocado en tu boca y bailando reggaeton, cuando decides por fin llamar a tu embajada. Justo cuando estás esperando que te devuelvan la llamada alguien golpea la puerta con los nudillos. Al principio te acercas asustado lo normal, pero de repente caes en la cuenta de que probablemente te van a tirotear desde el otro lado y ya dejas que el pánico se ponga cómodo.
Te pegas a la pared con un extraviado dominio de ti mismo que no habías vuelto a ver desde una vez que saltaste a las vaquillas en la plaza de toros de tu pueblo y en la que, curiosamente, hiciste lo mismo.
“Traigo un paquete para usted”, dicen desde el otro lado. “¡Yo no he pedido ningún paquete! ¡Váyase!”, contestas con la voz más aguda que te haya salido nunca. El maldito gángster insiste. “Sí, sí, es un paquete para usted”, alega. “¡No! ¡No es mío! ¡Déjelo en recepción!”. Al final sí que era mío, era el itinerario de viaje y algunos regalitos cortesía de la oportunísima organización. Reptando por la pared te acercas otra vez al teléfono y el comisario de la embajada te recomienda básicamente que llames a la poli local y que reces para no resultar sospechoso.
© Fotograma de Keystone Cops. 13 policías, rollo Keystone cops Lo que sigue es la irrupción en tu habitación de hasta 13 policías, rollo Keystone cops : un intérprete de español al que han sacado de una vigilancia, otro de árabe, la policía científica y muchos agentes de endiablado acento escocés que probablemente no se entiendan entre ellos. Y vigilándote de cerca, un inspector ante el que pones durante horas tu mejor cara de bueno hasta que pronuncia tu sentencia: “ha hecho usted bien en llamarnos, no le va a pasar nada”.
El impulso es besarle, pero ahora que eres libre no quisieras arriesgar.
La carta en árabe resultan ser unos rezos que usan los extremistas y los viales con droga, probablemente nada. Todo parece quedarse en un señuelo para armar revuelo en el aeropuerto. Recuerdas entonces que un policía te había preguntado de dónde venías al desembarcar. Con más sueño que insolencia le habías pasado el billete por la nariz y le habías dicho que de Madrid cuando en realidad habías pasado por Ámsterdam y ni te acordabas. Tu capacidad para dormir en cuanto el avión empieza a ronronear había sido una bendición una vez más. Una sin la que probablemente aún seguirías allí. En cuanto se va la policía, la fiebre te sube de golpe hasta los 40 grados y te pasas el resto del viaje entre delirios, alucinaciones y la lisérgica programación de TVE internacional. Una oportuna diarrea se encarga, al menos, de que puedas ponerle aliviantes pausas a la tele.
Qué hacer si te meten droga De todo esto he extraído unas conclusiones que no pasan necesariamente por hacer lo que yo hice y que bien podrían servirte cuando te metan droga en la maleta. Cosa que estarás pensando que te va a pasar en el próximo viaje si eres el tipo de pesimista que yo creo que eres , el que se leería lo primero de todo una sección que se titulara “El peor viaje de mi vida”. Así que, cuando te metan droga en la maleta:
1️⃣ No empieces a calcular cuánto costará esa droga en el mercado como si estuvieras fantaseando con los euromillones. 2️⃣ Llama a la embajada. 3️⃣ No te quedes solo. 4️⃣ No le abras la puerta a desconocidos. 5️⃣ No reptes por las paredes si estás acompañado, que vas a quedar fatal. 6️⃣ Mantén la calma o disimula. 7️⃣ Si no puedes mantener la calma, al menos no te pimples el minibar porque… 8️⃣ Tienes que parecerle poco sospechoso a la policía local. 9️⃣ Si por casualidad te sueltan y no te pasa nada, ahora sí, pímplate el minibar.
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