Elisa Vázquez de Gey es la autora de varias obras donde las mujeres son las protagonistas. Siempre mujeres reales con historias muy bien documentadas. En ‘Una casa en Amargura’ ha recopilado una amplia información sobre la esclavitud doméstica en Cuba que ha expuesto en en clave literaria. En la siguiente entrevista ella misma nos cuenta los pormenores de la obra y sus rutinas al escribir. Elisa Vázquez de Gey (© Santiago Sáiz) y portada de ‘Una casa en Amargura’. La vida de la escritora gallega Elisa Vázquez de Gey transcurre entre grandes mujeres, investigando su pasado, reconstruyendo sus historias y emociones, y el entorno en el que se han desarrollado sus existencias. Su última obra, Una casa en Amargura, publicada en 2015, es una novela histórica ambientada en La Habana colonial que aborda un tema poco explorado, el de la esclavitud doméstica femenina en la Cuba española de los años anteriores e inmediatamente posteriores a la abolición (1850-1885).
Es una novela muy recomendable porque a partir de una ágil trama novelística centrada en un suceso inesperado, una encomienda póstuma y un curioso testamento, el lector se sumerge en la desconocida historia de la esclavitud doméstica urbana en la Cuba colonial, descubre los curiosos hábitos de la vida cotidiana en las grandes casonas habaneras y se sorprende ante las curiosas relaciones entre amos y esclavos en una isla que, por aquel entonces, era española.
Hablamos con la autora para conocer mejor la obra, sus propias inquietudes y los obstáculos a los que tuvo que enfrentarse para documentarla y escribirla.
Catedral de La Habana desde el Museo Colonial. © Elisa Vázquez de Gey ¿Cómo surgió la idea de escribir esta historia? Contar cómo surgió ‘Una casa en Amargura ‘ me obliga a revivir una curiosa singladura. Los que me conocen daban por hecho que, en mi caso, el salto de los extravagantes palacios de los maharajás al universo de las mujeres esclavas en la Cuba colonial era cuestión de tiempo.
Las dos Indias, la de incienso y jazmín, y la de la palma y la caña, ocupan en paralelo mi derrotero literario.
Tras varios libros centrados en el mismo personaje (📍no te pierdas la reseña sobre Anita Delgado, la Princesa española de Kapurthala ) tuve la oportunidad de viajar a La Reunión , en el ultramar francés. Era 1998 y la isla conmemoraba el 150 aniversario de la abolición de la esclavitud.
En un atardecer de tertulia y ron, alguien que compartía la sobremesa mencionó, con toda naturalidad, que sus antepasados habían sido esclavos “en la vainilla” , que una de las mujeres de su familia, nacida en esclavitud, había obtenido la ‘condición liberta’, a la edad de veintitrés años, por testamento de su ama. Y que cuando se supo libre, lo primero que hizo fue lanzarse a la calle y suplicar a grito pelado a cuantos conocía que le prestasen inmediatamente dinero porque… ¡quería comprar un esclavo!
Anuncio en La Gaceta de La Habana 1858. Ante mi pasmo, el narrador puntualizó algo: el esclavo que su antepasada quería comprar era su propio esposo . Lo habían capturado y acababan de fijarle precio. Estaba a la venta. La única posibilidad de volver a estar juntos era que ella lo comprase aunque, por la propia naturaleza del acto jurídico, tras la compra pasaría a ser esclavo, propiedad suya.
Todavía recuerdo el desasosiego que me causó su relato. Y mi asombro aumentó cuando conocí el final de la historia: la mujer trabajó tres décadas hasta devolver el dinero de la compra de su hombre, pero además, reunió lo necesario y acudió a un notario. Encargó la redacción de una carta de libertad que “ahorrase del estado de servidumbre” a su esclavo y un buen día, treinta y cinco años después, le regaló libertad. Eso era amor y no otra cosa, pensé.
La chispa literaria estaba encendida. Supe que iba a escribir sobre la esclavitud y que el perfil de mi protagonista respondería al de aquella valiente y esforzada mujer. Solo me preguntaba si en la España colonial del XIX habrían tenido lugar episodios similares…
Archivadores de caoba y forja en la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí. © E. Vázquez de Gey No debe ser secillo documentar este tipo de narración. ¿Encontraste muchas dificultades? Inicié la documentación en fuentes reunionesas y africanas con idea de continuarla en España pero, una vez aquí, me di de bruces con la realidad. Nuestra historia apenas menciona la esclavitud colonial y, lo que en el ultramar francés constituye un valioso corpus de relatos, recopilados y compartidos, en el contexto esclavista peninsular es un tema desconocido y prácticamente velado. Esto fue lo más anecdótico, la ausencia de documentación sobre el particular en territorio español.
Así pues, centré mi investigación en la Cuba del siglo XIX , foco esclavista por excelencia del tabaco, del cacao y sobre todo de Su Majestad el Azúcar.
Viajé a La Habana en diferentes ocasiones. Los archivos y bibliotecas me ofrecían un excelente anclaje histórico y sociológico, por lo que decidí ambientar la novela en los años anteriores e inmediatamente posteriores a la “Ley que ordena el cese del estado de esclavitud en la Isla de Cuba” (1880), un tiempo en el que Real Villa de San Cristóbal de La Habana, pese a que la isla estaba involucrada en dos guerras contra España, disfrutó la mayor de las opulencias.
“Ley que ordena el cese del estado de esclavitud en la Isla de Cuba” (1880). Archivo del Congreso de los Diputados. © E. Vázquez de Gey Con el telón de fondo de una metrópoli bulliciosa, poblada de militares, gallegos buscavidas, negociantes catalanes, nobles españoles, acaudaladas familias criollas y esclavos africanos y chinos, mi intención era dar con un espacio recoleto en el que pudiese recrear la vida cotidiana de las mujeres, amas y siervas; un contexto familiar que ayudase a mostrar aspectos poco conocidos de la esclavitud. Lo encontré en una casa de la calle Amargura e instalé mis personajes en una elegante casona de tan distinguida calle.
Amargura es una arteria de La Habana Vieja que une la Plaza de San Francisco con la iglesia del Santo Cristo del Buen Viaje llamada “El humilladero” porque a ella acudían los marinos antes de emprender viaje para humillarse ante Dios y suplicar una buena travesía.
No en vano, ya en 1857, el escritor José María de la Torre la había descrito en ‘Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna’: “Llámase así porque, en la cuaresma, salía todas las tardes de la Tercera Orden de San Francisco, una Pasión que iba por esa calle hasta la iglesia del Cristo, que era el Humilladero (…) a imitación de la Vía Crucis, de Jerusalén, que se llamó de la Amargura.”
Esquina de las calles Amargura y Mercaderes. La Habana Vieja. © E. Vázquez de Gey ¿Cómo son los principales personajes femeninos de tu novela? En el marco temporal que abarca ‘Una casa en Amargura’ la trata de esclavos ya estaba prohibida, pero los dos mil ingenios azucareros de la isla, pese a estar parcialmente mecanizados, seguían precisando brazos. De ahí que los puertos cubanos aceptasen sin reparos la descarga de cautivos procedentes de África o China y que los buques ingleses patrullasen el océano con ánimo de impedir la trata.
Todo eso tuvo que sufrir Misterio , la protagonista de ‘Una casa en Amargura’, había llegado a Cuba en una nave presa por ingleses, por lo que la despacharon diciéndole que era emancipada y el Gobierno colonial se ocupó de alquilarla como planchadora a diferentes amos los cuales, uno tras otro, le fueron cambiando el nombre. Cinco amos, cinco nombres . Por eso Misterio tenía problema de documentación.
Antiguas fotografías que inspiraron el personaje de Misterio. Foto Maceo, 1880. © E. Vázquez de Gey La conocemos intentando solucionar el asunto de sus documentos en el estudio de un síndico que atiende reclamaciones de esclavos en su propia casa. Una curiosa peripecia hace que el caballero se fije en sus modales y le proponga quedarse en Amargura para meter en vereda a Dulce Elena , su asilvestrada hija huérfana de madre.
Misterio acepta el trabajo y a partir de ese momento su vida transcurre de maravilla: desde el amanecer hasta después del mediodía es “sobresaliente cuidandera de niña blanca”, las tardes se le escurren “aplanchando ropa pafuera” en el ventanuco del cuarto donde pernocta y, llegada la madrugada, completa su economía trabajando la zona de planchado del tren de lavado del chino Xing. Una delicia de jornada, sí señor, como para dar gracias a Dios.
Mujeres planchadoras. ‘Medianoche en el tren de lavado’. Fernando Alonso Andújar, 2014 Los años pasan en Amargura. Misterio plancha a destajo y la niña de la casa se convierte en Dulce Elena Prieto, una damita ilustrada con ínfulas de escritora, que para colmo es abolicionista. Ya tenemos dos personajes antagónicos.
Pero Misterio fallece y Dulce Elena descubre que le ha dejado una encomienda: debe encontrar a cinco personas, dos de ellas totalmente desconocidas, para que la apertura de su testamento pueda tener lugar. La búsqueda desvelará inesperados secretos.
Fachada de la Oficina del Historiador en la calle Amargura durante la Feria del Libro de La Habana. © E. Vázquez de Gey Nos han contado que su presentación en La Habana generó mucha expectación… Sí, tuve el enorme honor de presentar la novela en el marco de la Feria del libro del año 2017. De hecho, desde que se publicó en la isla consideran que esta novela es “patrimonio habanero”, y está prevista una edición especial para Cuba. La gran escritora cubana Marta Rojas y Mario Cremata, director de las Ediciones Boloña de la Oficina del Historiador, fueron los anfitriones.
La escritora cubana Marta Rojas con Mario Cremata y Elisa Vázquez (a la dcha.) en librería Boloña de la Calle Amargura. Foto Gramma, 2017 Por último, ¿Podrías elegir un fragmento de la obra que te guste especialmente? ¡Cómo no! Aquí os dejo a la planchadora Misterio, que explica cómo su amiga, la esclava Casilda, se las ingenia para que sus cuatro hijas tengan apellido propio.
“Sí señor. Mi vecina Casilda carabalí Fenoll las pasaba remal, yo misma la vi y no pocas veces, peleando con los perros rabiosos del matadero para conseguir las tripas que los matarifes arrojaban a los animales. A chinazos los espantaba, o a patadas, y regresaba a la casa plagadita de mordidas pero sonriente, feliz de poder echar algo a la fritera y dar de comer a sus cuatro hijas.
Gran mujer y luchadora de las buenas, Casilda fue de las pocas morenas que yo conocí capaz de menearse con agilidad entre los atajos de la ley para sacarle partido. Tal como ella misma me confidenció secretamente una noche, para que sus hijas, todas nacidas por la izquierda, sin padre reconocido, no fuesen de nadie −y menos de la valenciana miserable a la que ella pertenecía, una beata roñosa conocida como Vicentina Fenoll que vivía de realquilar esclavos en una casucha de tabla y teja del barrio de Guadalupe−, había decidido disimular sus gravideces ocultándolas a los ojos de su ama ¿Qué cómo logró semejante cosa y, además, por cuatro veces? Pues huyendo de la casa para parir en una acequia y exponiendo después sus criaturas en el torno de la Inclusa.
Casilda hizo parejo con cada una sus hijas, una tras otra: nacía la niña y su mamá la guardaba amorosamente cuatro días. Al quinto, con profundo dolor de corazón, le enredaba al pescuezo una cintita con su nombre raramente trenzado en vivos colores, le hacía una marca en el muslo con la espina de un pescado y la dejaba en el torno de la Inclusa. No era abandono, decía, sino ingrato sacrificio necesario.
La pobre, tras exponer cada niña, regresaba a la casa del ama donde primero sufría castigo por haber desaparecido tantos días y luego tenía que abonar el equivalente en pesos del trabajo pendiente de hacer en su ausencia pero, transcurrido un tiempo, que solía rondar los quince meses, se personaba de vuelta en la Inclusa y entre grandes aspavientos, reclamaba la niña chillando que era hija suya, que se la habían robado a poco de nacer y que, casualmente, acababa de reconocerla por la cicatriz que ella misma le hizo en la pierna. Por supuesto, le pedían evidencias pero a sabiendas de que las monjitas conservan siempre los objetos que llevan consigo los expósitos, ella enarbolaba un pedazo de cinta igualitica a la que portaba el bebé en torno al cuello el día de su exposición.
Ni que decir tiene que le entregaban de vuelta la niña. Casilda carabalí Fenoll sabía bien lo que hacía; gracias a ella tener los arrestos necesarios para transitar con toda su astucia por la letra de la ley, sus hijas disfrutaban de un apellido bien resonador; se apellidaban Valdés que es como la ley de Cuba manda llamar a los expósitos y, aunque las cuatro tenían la piel más prieta que el puro tizón ¡estaban anotadas como blancas [1] por derecho de inclusero!”
(Una casa en Amargura. Ediciones B, 2015, pág. 270-272)
[1] Carlos IV, en su Real Decreto del 5 de enero de 1794, equiparó a los expósitos con el Tercer Estado por lo que el simple paso de una criatura por la Inclusa le confería el calificativo de blanca y, en Cuba, el apellido Valdés, que era el del Obispo protector de dicha Institución en La Habana. Las madres esclavas hacían o imposible para exponer a sus criaturas en la Inclusa y, transcurrido un tiempo, se presentaban a recogerlas. Con tales manejos los hijos “adelantaban ” socialmente pues eran anotados blancos y además obtenían un apellido. De actuaciones similares se entiende que, en la Cuba del XIX, el color legal y el color real de las personas no siempre coincide.
Si quieres seguir leyendo… El libro ‘Una casa en Amargura’ ha sido publicado en papel y en ebook por Ediciones B de Barcelona (Colección “Grandes Novelas”), también está disponible en audiolibro y tiene su propia web donde se narran curiosidades y se ofrecen datos de interés que complementan la temática de la obra.