De cómo un animalejo de patas cortas y alma lechosa ha llegado tan lejos de la mano de los tres restaurantes segovianos de los que siempre se sale feliz: Casa Duque, Cándido y José María. En este artículo encontrarás razones más que convincente para saber dónde tendrías que ir para comer el mejor cochinillo de Segovia.
Cochinillo deshuesado y vino Pago de Carraovejas del restaurante José María (Segovia). Si hay algo de lo que están necesitadas las crónicas de viajes NO es de metáforas orfebreras. Así que digámoslo rápido y pasemos a lo siguiente: Casa Duque , Cándido y José María (por orden cronológico) son tres joyas. De Segovia y de cualquier parte. Puede que los periodistas gastronómicos tengan sus razones para preferir lo relucientemente nuevo, a la manera de las urracas, pero reto a cualquier lector que haya comido en uno de estos tres restaurantes de Segovia de toda la vida a que me diga que no se acuerda muy bien de con quién estaba, qué comió y, al menos, cuál fue su sentir general al salir (amor correspondido, principalmente).
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Cochinillo dorado y crujiente Sí, comer en casa de uno de los tres tenores del cochinillo segoviano es, en esto de la memoria, un hito del que te acuerdas igual que te acuerdas de la caída de las torres gemelas (si eres milenial), del 23F (estuviste en el grupo de riesgo del COVID-19), del incendio del edificio Windsor (si eres madrileño, que somos todos) o del estreno del último capítulo de Juego de Tronos (si eres un friki despechado). El cochinillo aquí tiene un dorado y un crujiente que no se consigue en casa ni en la playa. El entorno te transmuta un rato en señorón o señorona, y el anterior o posterior (o ambos) paseo por Segovia te hace asentir como a un mulo contento al mensaje de los anuncios navideños de Campofrío (“fíjate lo que tenemos aquí al lado”). Y ahora veamos por qué.
Cochinillos en el horno, en © Casa Duque. Casa Duque, la nobleza del cochinillo Para los amores clandestinos ha estado siempre Segovia, con su combinación áurea de cochinillo y Parador al atardecer. Pero si lo que se tiene entre manos es un futuro recuerdo incipiente y te proponen Casa Duque , ojo con eso, porque van en serio. Y el subtexto es de vidriera traslúcida, tipografía gótica y larga digestión. Uno no se sienta entre muros de siglos, recortes de la prensa sepia, vigas sólidas como una hipoteca y espejos y relojes que no meten prisa, pero que recuerdan el tempus fugit a cada rato, para hacer las cosas a la ligera.
Los segovianos lo saben todos, pero por si tú no has tenido la fortuna aristocrática de nacer a las ascuas del Acueducto (algo de hoguera inversa tiene), querido lector, Marisa Duque nació un par de pisos por encima de donde su padre y su abuelo y su bisabuelo (todos llamados Dionisio) asaban cochinillos. En la cocina tomaba la leche del desayuno con su padre, no muy lejos del horno de panadero que trajo su abuelo de Bilbao. A unos pasos del zaguán en el que su bisabuela Feliciana tuvo la feliz idea de vender escabeches a los tratantes de ganado y hortalizas que venían al mercado de Segovia en 1895.
© Marisa Duque con sus hijos, 4ª generación de Casa Duque. Marisa Duque, la cuarta generación, se define como guardiana de la casa: “Duque siempre ha sido una casa, una casa de comida y también mi casa, la casa donde nacieron mi padre y mi abuelo, además del mesón más antiguo de Segovia”. Porque la ciudad no solo ha dado maestros asadores, sino, como iremos viendo, también maestros del storytelling que se afanan en contar una historia. Una siempre sencilla y memorable, en torno a sus restaurantes y a un producto que, se le acompañe como se le acompañe, es el que aquí ha llegado más lejos con sus patitas cortas.
© Comedor San Ildefonso, en Casa Duque. Trece comedores en Casa Duque Duque son trece comedores repartidos por siete plantas que se distribuyen por tres edificios. Es un rascacielos al estilo segoviano, o sea, que no lo parece, porque da a dos alturas y tiene dos entradas. Una, la noble del restaurante, en la siempre fatigada de turistas calle Real . Y otra, a la vuelta, por la que se entra en Las cuevas de Duque , la taberna en la que se encargan del tapeo.
Los cimientos de todo este edificio son de cochinillo, agua, sal gorda y fuego, que es lo único que lleva la receta. Y también son femeninos: “mi bisabuela Feliciana es la que lo empezó todo –explica Marisa–, luego vino mi abuela Jacinta y luego mi madre, María Luisa, que formó un equipo maravilloso con mi padre. Y ahora a mí me preguntan… ¿No le ayuda su marido? Pues no, cada uno tiene su oficio y, por suerte, la hostelería es el trabajo menos sexista del mundo”.
Cordero y judiones en © Casa Duque (Segovia). Cándido, la invención de Segovia Anteayer le hice una videollamada a mi amigo Ariel, que acaba de ser padre. En lo que yo porfiaba alarmado por el tamaño de su Yuri (por Gagarin) recién llegado (“que es muy pequeño ¡Pequeñísimo! ¡Y muy blando!”), Ariel cogió un plato de plástico del hospital y me escenificó “creo que podríamos partirlo con esto, estará rico” y luego tiró el plato por los aires. Cuando una visita del pediatra interrumpió las explicaciones de Gladys, la santa madre (“que ha pesado 3,7 kilos, lo normal”) me quedé pensando, antropofagia saturnal aparte, en lo curioso de que Ariel, argentino, con menos de tres años en España, conozca el ritual segoviano de cortar con un plato el cochinillo y, luego, tirarlo al suelo al estilo Thor bebiendo aguamiel.
Corteza crujiente e interior tierno en el Mesón Cándido. © Etheria M. Hoy me he acordado de eso, cuando Cándido López –tercera generación en el Mesón Cándido – me hablaba de cómo su abuelo inventó esa subversión de la cubertería y de cómo de internacional lo volvió “trinchó cochinillos en los cinco continentes, dio la vuelta al mundo con un cochinillo debajo del brazo”. Cándido inventó los modorros (las jarras de barro de recuerdo) y el mandil, y el conjuro de prosa rimada castellana de cuando se corta el cochinillo con el plato para probar su ternura, que interpreta don Alberto, hijo de Cándido. Inventó también lo de romper el plato contra el suelo, aunque puede que eso evolucione y se convierta algún día en deporte olímpico (para entenderlo hay que ver este vídeo de otro restaurante segoviano de mérito, el Narizotas).
Alberto Cándido, la 2ª generación del © Mesón Cándido. Cándido, el asador de las estrellas Por resumir, digamos que inventó Segovia, que para cuando abrió Cándido la ciudad tenía unos 20.000 habitantes y que, aunque ahora sólo tenga unos 50.000, desde entonces empezó a adquirir una población flotante de muchos miles más. Internacionales y yo diría que hasta extra planetarios, que van del Acueducto al Alcázar y vuelven y se sientan a comer en Cándido.
En la mesa en la que te pones cómodo pueden haberse zampado un cuarto de cochinillo el emperador de Japón o Pablo Neruda (que dejó un poema que terminaba “Segovia es para sentir y Cándido es para comer” en el libro de visitas). O Julio Iglesias, Orson Welles (éste se comió un cochinillo entero) o Wernher von Braun (el diseñador de cohetes de la NASA que escribió en el libro de visitas: “sin Segovia no luna”). O prácticamente todos los chinos de China. Todos están repartidos en fotos por las tres plantas que dan a la plaza del Azoguejo y al Acueducto.
© Mesón de Cándido junto al Acueducto romano de Segovia. Es casi el único local de asados donde ladrillos, vigas de madera y tabas de cordero, esa omnipresentista decoración castellana de mesón castellano con frases pintadas castellanas adornadas con más motivos castellanos, no te persigue ni te apabulla ni te abruma porque sabes que probablemente también todo eso lo inventó Cándido y está donde tiene que estar.
“Cándido, mi abuelo –explica Cándido López–, fue el primer cocinero mediático, según cuenta el cronista Lorenzo Díaz y abanderó el primer movimiento culinario en España, el de las cocinas regionales. Luego vinieron la nueva cocina de Arzak o la de vanguardia del Bulli”. Aquí, la advertencia de Ignacio Peyró es ociosa: “hay que tener cuidado con los lugares que venden menos gastronomía que leyenda, siquiera sea porque tanto la gastronomía como la leyenda suelen venir recalentadas”.
Y eso se descubre empezando por la bodega, que en Cándido está a cargo del jefe de los sumilleres españoles, el sabio y medido Pablo Martín (presidente de la UAES). Y luego, sobre todo, en cuanto sale el cochinillo y escuchas como cruje al partirlo con el plato por lejos que estés y, luego, tú, haces la misma música con tus propios dientes, y luego resulta que es el mejor cochinillo que has comido nunca cada vez. Mi mesa preferida la preside una imagen del mejor Cary Grant, el que tiene mi edad. Da a unos arcos bien gordos del Acueducto, tostados por las gafas doradas que le ponen los vitrales. Siempre le dejo que bendiga él la mesa.
Cochinillo deshuesado a fuego lento con agridulce de manzana en rulo crujiente de © restaurante José María. José María, el eterno movimiento El cochinillo tiene la ternura de un beso de abuela. Para fusión, la de la carne que se diluye antes de que te la tragues con una piel con textura de oblea de cuero cuyo primer bocado sabe a primera comunión. José María Ruiz, propietario del restaurante José María , lo explica mejor: “es leche transformada en carne, es un lácteo”. Para él la clave está en la materia prima: “el mejor cocinero del mundo no puede hacer un buen asado con un mal cochinillo, igual que de buenas uvas se puede hacer mal vino, pero de malas uvas no sale buen vino. La experiencia y las ganas de hacer las cosas bien son importantes, puedes estropear un cochinillo si no le das bien el punto de horno”.
Cualquiera que conozca a José María sabe bien que no para, y que a sus 73 años le ha dado tiempo a hacer un montón de cosas. “Queríamos dar el mejor cochinillo del mundo, así que me he pasado toda una vida estudiando para eso, centrado en la I+D del cochinillo, en como cuidar el producto desde las madres hasta la mesa; desde la selección de raza y los cruces hasta el transporte o la elección de horno”, explica.
José María y su hija Rocío en el ritual de partir el cochinillo. Esta misma curiosidad es la que le llevó en los 90 a promover una marca de calidad del cochinillo. “Cuando yo empecé ya había grandes maestros y siempre quise aportar mi granito de arena, algo que diera más nombre y fama al cochinillo. Había denominaciones de origen y lo más popular aquí era el cochinillo, así que me propuse sacar adelante lo que se convirtió en Procose, la marca de garantía”. La última creación de su espíritu activo ha sido la creación del cochinillo envasado a domicilio, “a punto menos” que te envían a casa para que sólo tengas que calentarlo durante unos 30 minutos y consigas el toque crujiente de la piel, que al final es lo que distingue al buen cochinillo segoviano.
Cochinillo y vino de Pago de Carraovejas. Cochinillo y vino del Pago de Carraovejas He hablado con José María más de una vez, pero puede que siempre hayamos hablado de comida o de cualquier otra cosa y lo que me sorprende en esta conversación (y no debería) es lo orgulloso que está del tinto de la casa. Se entiende enseguida si desvelamos que ese vino es el Pago de Carraovejas , que es “lo que pide el 80% de los comensales con el cochinillo” y que la bodega es parte importante (quizás ya la más importante) del negocio familiar. Si su hija Rocío –directora general del restaurante José María– se encarga de lo comestible, su hijo Pedro –director general de Pago de Carraovejas– es el que lleva lo de beber.
Fachada e interior del restaurante José María. No voy a describir un vino que está en todas partes, al alcance de cualquiera que quiera rascarse el bolsillo (y encuentre algo al fondo), y que, no sólo es uno de mis favoritos, sino que ha conseguido la pirueta antibíblica de ser profeta en su tierra. Lo demuestran las multitudes de segovianos que solían hacer difícil llegar hasta la barra de José María y que, ahora, se están más quietecitos en las mesas del bar (que han crecido en número y en distancia, al igual que las del comedor), con su Pago y su tapa de torreznos, convencidos de que lo más sensato es que los nuevos tiempos nos pillen bebiendo lo de siempre.
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